La niña calva
La mayoría de mis conocidos ya sabéis esta historia:
Cuando yo era pequeña veía a una niña calva. Esta niña estaba siempre sentada en una butaca frente a la puerta en la habitación de mis padres, al terminar el pasillo de 12 metros que conducía a los dormitorios. Yo cruzaba el corredor acompañándome de un grito siempre que la veía. Ella se reía a carcajada limpia, aunque no tengo muy claro si la oía. Era muy delgada. Digamos que a día de hoy la describiría como si hubiera recibido quimioterapia.
Al llegar al otro extremo siempre alguien me regañaba y me decía que no chillara. “Es que he visto a la niña calva”. “¡Qué niña calva ni qué ocho cuartos”. No sé muy bien en qué momento dejé de verla. Tras cuantos chantajes inocentes de mis hermanos “mira que si no se lo digo a la niña calva…” Pero lo cierto es que en algún momento dejé de verla.
Después esa habitación se convirtió en mi dormitorio, con otros muebles y mis cosas, claro. Pero esa esquina siempre me dio escalofríos. Cuando mi hermana se fue de casa y el cuarto quedó sólo para mí el miedo se acentuó de nuevo. Cuesta acostumbrarse a la soledad, no sobresaltarse con los ruidos –aunque sean de la lámpara enfriándose, o de los vecinos caminando-. Recé muchas plegarias. Visité alguna que otra iglesia para pedir por favor que se me fueran los miedos. Y con el paso de los años y el aumento de confianza en mi misma logré liberarme del miedo. Nunca más he tenido esa sensación paralizante porque, en caso de que mi mente empiece el peligroso juego, sé pararlo al instante.
Ahora me surge un interrogante: ¿qué hubiera pasado si en vez de alejarme corriendo y gritando de la niña calva me hubiera acercado a ella a preguntarle quién era y de qué se reía? En mi fuero interno tengo la sensación de que alguna vez lo hice. Quizá en ese momento dejé de verla, no sé. No lo recuerdo.